Cuando Gregorio llegó a la mansión Villalpando, el aire parecía haberse espesado de inmediato. Cada paso que daba sobre el mármol resonaba como un presagio.
Encontró a Mario en el estudio, sentado frente al escritorio, con la mirada fija en el vacío, pero al notar la presencia de Gregorio, un estremecimiento recorrió su cuerpo.
—¡Mario! —exclamó Gregorio con voz temblorosa, pero cargada de furia—. ¡¿Sabes lo que me dijo el médico?!
Mario levantó la vista, inseguro, con los ojos abiertos como platos, pero sin palabras. Solo un leve temblor de sus labios evidenciaba su miedo.
—Lo siento… —dijo apenas.
—¡No lo sientas! —rugió Gregorio, su voz quebrándose entre la ira y el dolor—. ¡Mira esto! —arrojó los resultados de sus estudios al suelo—. ¡Míralos!
Mario se inclinó para observarlos, sus dedos temblorosos, apenas tocando los papeles. Sus ojos se abrieron con un horror indescriptible.
La gravedad de la situación lo golpeó como un martillo: Gregorio no tenía mucho tiempo de vida. Cada res