Amadeo rio con esa seguridad soberbia que siempre lo había caracterizado, una carcajada que sonaba a desafío en el salón entero.
—¡Eso jamás pasará! —dijo, con voz dura, clavando la mirada en Gregorio—. Nunca voy a dejar a Abril; aunque perdiera todo, aunque el mundo se derrumbara a mi alrededor, yo me quedo con ella.
Las palabras golpearon el aire como un mazazo. Gregorio, con el rostro contraído por la rabia y la desesperación, lo miró como si en Amadeo se concentrara todo lo que lo había traicionado.
Cada sílaba rebotaba en sus costillas como puñales. Abril, en cambio, tuvo el valor de reír —una risa aguda, cortante— como si quisiera devolver al emisor la falsa certeza que había mostrado. Se plantó frente a Gregorio sin titubear.
—¿De verdad piensas que eso pasará? —replicó ella, dejando que su voz recorriera la sala—. Amadeo me ama, yo lo amo. Nuestro amor no ha muerto ni se ha marchitado en la noche. Gregorio, nunca te voy a amar; no ahora, ni nunca.
En sus ojos había desprecio y