Dora miró a Abril sin ocultar que la duda le atravesaba el rostro. El vértigo en su estómago se hacía presente con cada latido; sabía que estaba en una situación límite y que cualquier palabra le podía costar todo.
Intentó mantener la compostura, aunque su voz tembló un poco al hablar.
—¿De nuevo voy a ser la villana de esta historia, señora Dubois? —preguntó con rabia contenida—. No soy la culpable de todo. Su esposo eligió ser infiel conmigo.
Abril la observó con calma.
No había en su expresión ni un gesto que delatara prisa o angustia; su sonrisa era lenta, medida, como la de alguien que ha esperado el momento preciso.
Detrás de ella, la pantalla del salón se encendió con el sonido de un clic seco. La luz fría de la proyección llenó la pared del auditorio.
Todo el mundo volteó a mirar.
En la pantalla apareció primero la sala de un hospital, imagen granulada: una enfermera con guantes, una mujer joven que parecía nerviosa, y a continuación, la voz sospechosa de una transacción. Era