Mia volvió a su habitación con pasos vacilantes, como si cada movimiento pesara toneladas.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, calientes y traicioneras, dejando surcos que ardían en su piel.
Su corazón latía con fuerza, o quizás era el dolor que lo hacía sentir así. Se dejó caer sobre la cama, abrazándose a sí misma, buscando refugio de un mundo que parecía demasiado cruel y confuso.
—Solo quiero irme —murmuró con voz rota, más para sí misma que para alguien más—. Solo quiero desaparecer…
El sonido de su puerta la sobresaltó. Secándose las lágrimas con el dorso de la mano, caminó hacia ella, aun temblando.
Una empleada apareció al instante, su rostro mostraba respeto y cierta urgencia.
—Señorita Mia, los señores Dubois desean verla en el despacho. Por favor, acompáñeme —dijo con voz suave, pero firme.
Mia asintió sin pronunciar palabra.
Cada paso hacia el despacho era un recordatorio de la realidad que la esperaba: responsabilidades, expectativas y recuerdos que la hacían estreme