El auto avanzaba a toda velocidad, los faros iluminaban la carretera desierta como si fueran cuchillas atravesando la oscuridad.
El silencio dentro del vehículo era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
Mia, sentada en el asiento del copiloto, sentía que el corazón le iba a estallar en el pecho; cada segundo que pasaba la distancia entre ellos se hacía más abismal, aunque físicamente estuvieran tan cerca.
—¿A dónde me llevas? —su voz tembló, casi rota.
Aníbal no respondió.
Sus manos apretaban el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. El rugido del motor fue la única contestación durante varios minutos hasta que, de pronto, dio un frenazo.
El coche se detuvo bruscamente en un mirador, solitario, donde las luces de la ciudad titilaban a lo lejos como estrellas moribundas.
Él bajó primero.
Se quedó de pie, inmóvil, respirando con furia contenida, como si necesitara calmar el volcán que llevaba dentro.
Ella lo siguió, temerosa, cada paso era un suplicio.