Abril lo miró.
Era Gregorio.
Su nombre retumbó como un eco amargo en su pecho. Sentía el corazón oprimido, el aire le pesaba en los pulmones. No quería verlo. No ahí, no ese día.
Y, sin embargo, ahí estaba él… como un mal presagio.
Amadeo, al notarlo, sintió que la sangre le hervía. La rabia le nubló el juicio.
Dio un paso al frente con la intención de enfrentarlo, de partirle el alma si hacía falta, pero Abril lo detuvo, colocándole una mano temblorosa sobre el pecho.
—Abril… —gruñó él entre dientes, luchando contra sí mismo.
—Déjame hablar con él —pidió ella, sin mirarlo, sin temblar.
Amadeo sujetó su mano con fuerza.
La apretó como si con eso pudiera retenerla, como si al hacerlo pudiera evitar que se le escapara entre los dedos, como si no supiera, ya que había algo más fuerte que él llamándola desde ese pasado que tanto los había roto.
—Por favor… —susurró ella.
Y fue entonces que él comprendió. No podía detenerla. No, aunque quisiera.
La soltó. Dolorosamente.
Como se suelta a al