Horas más tarde…
El motor del auto rugió por última vez antes de detenerse frente a los altos portones de la mansión en Catalia. La noche estaba en silencio, pero se sentía espesa, como si el aire presintiera lo que estaba por suceder. Las luces del coche se apagaron. Solo la luna observaba.
Los hombres esperaban ocultos entre las sombras. Tenían órdenes precisas. No iban a fallar.
Apenas el chofer abrió la puerta del conductor y puso un pie fuera del auto, los disparos comenzaron.
Una ráfaga brutal de plomo rompió la tranquilidad de la madrugada. El estruendo retumbó por todo el valle. El chofer cayó al suelo con un grito, más por terror que por dolor.
El corazón le palpitaba con una fuerza inhumana. Estaba vivo… por milagro.
Los hombres no se detuvieron hasta vaciar sus cargadores. Vidrios rotos, metal agujereado, humo y el olor acre de la pólvora flotando en el aire.
Cuando el silencio volvió a imponerse, los atacantes se acercaron con cautela al auto, con los rifles aún en mano. Un