El tiempo seguía su curso, pero para Amancio, los minutos pesaban como horas.
Caminaba de un lado a otro frente al auto negro, con el rostro tenso y los labios apretados, mirando el reloj una y otra vez, como si pudiera obligar a las manecillas a traer consigo una señal, una respuesta, una aparición milagrosa.
Pero no. Nada. El silencio de la tarde empezaba a tornarse cruel.
—Amancio… —dijo Rebeca, con una mueca fingidamente apesadumbrada—. Creo que debemos aceptar la verdad. Amadeo no vendrá. Ha dejado plantada a Abril… y a su bebé. ¡Oh, qué tragedia tan cruel! ¡Qué calamidad para una joven tan dulce!
Amancio levantó la mirada, enfurecido, sintiendo una presión en el pecho. El rostro de Rebeca lo irritó. No era tristeza lo que veía en sus ojos, sino algo más oscuro, más cínico.
Apretó los puños con fuerza, conteniendo la rabia que le quemaba por dentro.
—¡Es una decepción! —gruñó con el corazón destrozado—. No pudo haber hecho esto. No él, no Amadeo… No después de todo lo que prometi