—¡¿Qué haces?! ¡Detente, vas demasiado rápido! ¡Podemos chocar!
La voz de Abril se quebró en un grito desesperado, con el corazón martillándole el pecho.
Sus dedos se aferraban al borde del asiento mientras el auto avanzaba como una bala por la carretera. Las luces de la ciudad parecían desdibujarse en líneas veloces, y su respiración se volvió errática, descompasada.
Pero el hombre al volante no obedecía. Sus ojos estaban fijos en el camino, como si no la oyera. O peor aún… como si no le importara.
Entonces sucedió.
Un auto apareció de frente, como un espectro que emergía de la nada. Abril gritó con todas sus fuerzas.
El conductor giró el volante con brusquedad y pisó los frenos. Las llantas chillaron contra el asfalto, el coche se tambaleó y casi derrapó antes de detenerse con un chirrido mortal. Abril cayó hacia adelante, sintió el latido de la muerte muy cerca, pegado a su nuca.
—¡Dios mío! —jadeó, con las manos temblorosas.
Con torpeza, buscó el pestillo de la puerta, su instinto