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Capítulo: De esposa olvidada a amante del CEO

Cuando Abril despertó, lo primero que sintió fue la suavidad de unas sábanas ajenas y el aroma familiar del perfume masculino que se adhería al aire como una promesa.

Parpadeó con confusión, el techo no le decía nada. Se incorporó de golpe y el corazón le dio un vuelco: esa cama… era la misma en la que, unas noches atrás, había entregado más que su cuerpo.

Se llevó una mano al pecho, intentando calmarse.

Frente a ella, semioculto entre luces cálidas y la penumbra elegante del cuarto, estaba él. Sentado con descaro, copa de vino en mano, la sonrisa ladeada como si la esperara desde hacía siglos.

—Tú… —susurró, la garganta reseca—. ¿Cómo supiste dónde hallarme?

Amadeo giró apenas la copa entre los dedos. Su voz sonó como terciopelo rasgado.

—El destino, cariño. Tiene esta absurda manía de empujarnos el uno hacia el otro.

Abril desvió la mirada con un suspiro de frustración.

—Gracias por… ayudarme. Pero dime, ¿qué quieres de mí?

Él alzó las cejas con esa expresión que la desarmaba.

—¿Y si te dijera que te quiero a ti?

Ella lo miró como si acabara de confesarle una locura. Su estómago se contrajo. Por un instante, creyó que el suelo podía desaparecer bajo sus pies.

—¿Qué dijiste?

—Una lástima que estés casada —musitó, señalando el anillo en su dedo con un gesto lento, casi cruel.

Abril bajó la mirada al aro dorado, y se lo cubrió con los dedos, como si eso bastara para borrar la verdad.

—Conozco tu pequeño secreto —continuó él, su voz ya más grave—. Así que deja a tu esposo… y cásate conmigo.

Los ojos de Abril se abrieron, aterrados.

—¿Enloqueciste?

Pero luego el silencio la obligó a pensar.

Su mente voló a su padre, en esa cárcel, golpeado y herido, debía obedecer la voluntad de los abuelos Villalpando, si querían fingir que tendrían un nieto lo haría, pero no sería su nieto de sangre.

«Un hijo, pensó. Solo necesito un hijo y seré libre»

«Nunca te volveré a amar, Gregorio Villalpando.»

—Sé mi amante —ofreció con frialdad—. Tendrás mi cuerpo y todo el dinero que quieras.

Pero no mi corazón.

La sonrisa de Amadeo se borró en el acto. El golpe a su ego fue tan directo que lo hizo ponerse de pie, la copa tembló en su mano.

—¿Crees que aceptaré ser un simple amante? —rugió—. ¿Sabes quién soy yo?

—Tú eres un sexy gigoló —dijo ella con una sonrisa maliciosa—. Y es la única forma en que podrás tenerme. Tómalo o déjalo.

Se levantó, desafiante, pero él le sujetó la muñeca antes de que pudiera alejarse.

—¿Un gigoló? —soltó una risa burda, pero luego siguió el juego—. ¿Por qué habría de compartir a mi mujer con otro?

Ella lo miró de reojo, la voz contenida por una verdad dolorosa.

—No me compartes. Mi esposo no me toca. Nunca lo ha hecho y ya te lo demostré en la cama, eres mi primer hombre.

Los ojos de Amadeo se abrieron con incredulidad.

—¿Es gay?

Ella soltó una risa amarga.

—No exactamente. Tiene una amante… y le es fiel.

Él la observó de arriba abajo, como si la redescubriera.

—Debe estar loco. ¿Quién podría resistirse a ti?

Ella bajó la vista. Algo en sus palabras la desgarró por dentro.

—¿Te duele? —preguntó él, con una suavidad inesperada.

Ella negó, pero la mentira se le notó en la voz temblorosa.

Entonces él dio un paso al frente, su voz cargada de una intensidad que no dejaba espacio para la duda.

—Serás mía. Pero solo hasta que yo lo diga. Y cuando te vayas… lo harás para divorciarte y casarte conmigo.

Ella sonrió con burla, como si todo fuese un juego.

—¿Y si no quiero?

Él acercó su rostro al de ella, el aire entre ambos se hizo fuego.

—Querrás. Porque no pienso ser solo tu primer hombre. Voy a ser el único.

Sin darle tiempo a reaccionar, la alzó en brazos con facilidad. Abril se quedó sin aliento, envuelta por la fuerza de ese cuerpo que conocía tan bien.

La depositó en la cama y le tomó las manos con firmeza. El beso que le dio no fue una pregunta, fue una respuesta de pasión y sensualidad de la que ella no podía escapar.

Un beso feroz, urgente, lleno de ansias contenidas.

Las dudas se deshicieron como cenizas entre sus labios.

Y entre caricias ardientes, se entregaron otra vez. No solo al placer, sino a la guerra entre lo prohibido… y lo inevitable.

***

Greg llegó a casa pasadas las once y media de la noche.

La puerta principal crujió cuando la empujó con fuerza, y el eco resonó en el silencio absoluto del vestíbulo.

Se quitó el saco con brusquedad, lanzándolo sobre el respaldo del sillón, mientras su mirada recorría el lugar como si esperara encontrarla ahí, esperándolo como debía hacerlo una esposa obediente.

Caminó por el salón con pasos firmes, irritados. El silencio era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.

—¡Abril! —gritó, con una voz cargada de impaciencia y desprecio—. ¡Baja ahora mismo! ¡Haz algo útil y sírveme una ginebra!

Nada. Ni un murmullo.

Frunció el ceño, los dedos crispándose alrededor del respaldo del sillón.

—¡¿Dónde diablos está esa maldita bruja?!

—La señora no ha regresado desde que salió a trabajar, señor —respondió una voz desde la cocina, tímida, nerviosa.

Greg no dijo nada.

Caminó hasta el bar y se sirvió una copa de vino con la tranquilidad de quien está a punto de perder la cabeza.

Se dejó caer en el sofá y tomó el teléfono. Marcó. Una vez. Dos veces. A la tercera, alguien respondió.

Pero no fue la voz de Abril.

Fue la voz grave de un hombre.

—¿Sí?

Greg se irguió, la furia escalando por su garganta.

—¿¡Quién demonios eres tú!?

La respuesta fue como un puñetazo en el estómago.

—El amante. ¿Buscas a mi mujer? No puede hablar ahora… está demasiado exhausta —hubo una pausa maliciosa—. Llámala en dos horas, cuando hayamos terminado de follar. Tal vez entonces quiera oír tu voz.

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