Greg se quedó helado, con el teléfono pegado al oído, sintiendo cómo la humillación lo consumía desde adentro como fuego lento.
Pero la línea ya estaba muerta.
Lanzó un grito frío, intentó llamar, pero nada, el teléfono estaba ahora apagado, ella no respondía más.
Del otro lado, Amadeo dejó el celular sobre la mesita de noche con una sonrisa triunfal dibujada en el rostro.
Se giró hacia la mujer que dormía profundamente, boca abajo, la piel descubierta por las sábanas enredadas a su cintura.
Se inclinó sobre ella y besó su espalda con ternura posesiva.
—Eres mía, Abril —susurró contra su piel, como un voto sellado en secreto—. Solo mía… y lo serás para siempre, tú serás mi amante, mi esposa, y la madre de mis hijos.
Sonrió tan seguro, sin ninguna duda, mientras Abril seguía dormida, sin escuchar nada de eso.
***
Gregorio estrelló la copa contra el suelo con un estruendo brutal.
El vino salpicó como sangre sobre el mármol, y los cristales rodaron con un sonido seco y cruel.
—¡Maldita se