Capítulo: Cuenta pendiente

El sonido de pasos apresurados rompió el silencio tenso del despacho.

El asistente de Amadeo Dubois irrumpió en la oficina con el rostro pálido y el aliento entrecortado, sujetando una carpeta contra el pecho como si contuviera dinamita.

Amadeo, sentado tras el enorme escritorio de roble, levantó la vista de inmediato.

Su mirada, usualmente serena y calculadora, ardía con una ansiedad inusual. Había pensado en ella, recordándola. Esos ojos. Esa voz.

Con esa maldita mujer que se le había metido en la sangre como veneno lento y dulce.

—¿La encontraron? —preguntó con voz baja, pero cargada de tensión.

El asistente asintió con la cabeza, tragando saliva.

—Sí, señor… ya sabemos quién es la mujer que tanto busca.

Amadeo se incorporó bruscamente, derribando sin querer una pluma de cristal que rodó por el escritorio y se estrelló contra el suelo.

—¿Quién es? —exigió, con un temblor contenido en la voz. Parte de él quería saber. La otra parte... la otra parte temía la respuesta.

El asistente abrió la carpeta, titubeando.

—Se llama Abril Villalpando… y es la esposa de Gregorio Villalpando.

El tiempo se detuvo.

Los ojos de Amadeo se abrieron con una furia sorda, incrédulos.

La frase se repitió en su mente como un eco cruel: esposa… esposa… esposa de otro.

—¿Casada? —la palabra salió de sus labios como un latigazo, con una mezcla de rabia y desilusión, como si alguien le hubiera escupido en el pecho.

—Sí, señor… —confirmó el asistente, ahora con evidente miedo, encogido como si esperara una explosión.

Y no se equivocaba.

Amadeo retrocedió un paso, luego otro. Se pasó ambas manos por el rostro, como si intentara arrancarse de encima una pesadilla.

—¡Ella no puede estar casada! —bramó, y su voz retumbó en las paredes como un trueno desgarrado—. ¡No es posible!

El nombre escupido con asco fue como un aguijón en su orgullo.

El asistente dio un paso atrás, por precaución. Conocía esa mirada.

Era la misma que Amadeo tenía cuando se decidía a destruir a alguien.

—Quiero verla —dijo de pronto, con la voz baja, pero cargada de una resolución peligrosa—. No… necesito verla. Hoy. Ahora. Ya.

—Señor, no creo que sea prudente…

Amadeo lo interrumpió con una mirada que lo dejó sin aire.

—¡Averigua dónde está! ¡Haz lo que tengas que hacer! Si tengo que quemar esta ciudad para encontrarla, lo haré. Pero la quiero frente a mí. Quiero ver su cara cuando me diga que es esposa de otro… quiero verla cuando me diga que solo soy… su amante —exclamó apretando sus puños

El asistente asintió, con el rostro desencajado, y salió corriendo.

Amadeo se quedó solo, con el corazón latiéndole como una marcha de guerra, con el pecho lleno de fuego y la mente colapsando bajo un único pensamiento:

«Ella no puede pertenecerle a otro. No ella»

***

El bar estaba lleno de risas ajenas, luces cálidas y copas que tintineaban entre manos que no sabían de dolor.

Pero para Abril, todo era un ruido lejano, hueco. Sentada en una esquina oscura, con los dedos temblorosos aferrados al vaso medio lleno, no dejaba de mirar la pantalla de su celular. Las llamadas perdidas se apilaban como dagas brillando en rojo.

Gregorio Villalpando (12 llamadas)

Número desconocido (3 llamadas)

Él no se detenía. No lo hacía nunca.

El corazón le latía tan fuerte que sentía que se le iba a salir del pecho. No quería contestar. No podía.

Pero tampoco podía seguir huyendo para siempre.

Cuando la pantalla volvió a iluminarse con el nombre de su esposo, supo que no tenía escapatoria.

Cerró los ojos, respiró hondo… y deslizó el dedo para responder.

—¿Qué quieres, Gregorio? —preguntó con voz tensa.

Del otro lado, el silencio se rompió como un cristal por una voz helada, afilada como una cuchilla en plena garganta.

—¿Cómo te atreves… a pedirme el divorcio?

Cada palabra cayó como un látigo. Pero él no le dio tiempo a contestar.

—Te envié un regalo, Abril. Uno que te hará olvidar esa estupidez para siempre. Mira el video.

Y colgó.

Abril bajó lentamente el celular, sintiendo que el mundo se inclinaba bajo sus pies.

Un nuevo mensaje apareció, con un archivo de video. El pulso le temblaba tanto que casi se le cae el celular de las manos.

Con un nudo en el estómago, lo abrió.

La imagen tardó un segundo en cargar. Un segundo. Un solo maldito segundo.

Y luego…

El suelo desapareció.

—No… —susurró, como si la palabra pudiera detener el horror.

Era su padre.

Su padre, encorvado, encadenado, ensangrentado. Dos celadores lo golpeaban con brutalidad, mientras él apenas levantaba los brazos para protegerse.

Abril soltó un quejido que no fue humano. Cayó de rodillas en pleno suelo, con las lágrimas cayendo como una tormenta que no daba tregua.

El mundo giraba. El dolor la desgarraba por dentro.

Y entonces, otra llamada.

Gregorio.

Sin pensarlo, respondió con el alma rota y la voz hecha trizas:

—¡¿Qué malditas cosas quieres de mí, Gregorio?! ¡¿Qué más te queda por destruir?!

Su voz estalló con furia, con dolor, con desesperación.

La respuesta llegó, cruel y calmada, como si él no estuviera hablando de vidas humanas, sino de negocios.

—Renuncia al divorcio, Abril. O haré que lo maten. Personalmente. Y te enviaré los huesos de tu padre en una caja de regalo.

El silencio cayó como una losa. Abril apenas podía respirar.

—¿Cuándo… cuándo te volviste en este demonio? —murmuró, apenas creyendo que ese era el mismo hombre que un día le prometió amor.

Gregorio soltó una risa seca, sin alma.

—Yo soy así, Abril.

Y entonces llegó la sentencia final:

—Escúchame bien. Vas a renunciar al divorcio. Y más te vale que te apures a quedar embarazada. No me importa cómo lo logres. Pero quiero un hijo. Y cuando los abuelos me den mi herencia, tal vez te dé tu libertad.

Y colgó.

Abril se quedó ahí, en el oscuro estacionamiento.

Con el corazón destrozado, las lágrimas cayendo sin pausa.

Abril sollozó con el teléfono aún en la mano. Las lágrimas no cesaban, pero ya no podía distinguirlas del sudor frío que le recorría la frente.

Todo le daba vueltas. El corazón le latía tan fuerte que dolía, como si cada latido fuera un puñetazo en el pecho.

No debió beber. No hoy.

Sintió un nudo en el estómago, una oleada de náusea, un mareo brutal.

Trató de incorporarse, de caminar, pero sus piernas flaqueaban, como si se hubieran rendido también. Dio un paso, luego otro... y tropezó.

El suelo la recibió sin compasión.

Cayó en medio del estacionamiento, con la mejilla raspada y las manos temblorosas intentando sostener su peso.

Tragó saliva con dificultad, sintiendo que se ahogaba en su propio dolor.

Y entonces lo vio: un destello, una luz blanca y potente iluminándola de frente.

Faros. Un auto.

El motor se apagó. Se abrió una puerta.

Pasos firmes.

Una silueta masculina descendió del vehículo, acercándose a ella entre sombras, como si hubiera salido de un sueño… o de una pesadilla.

Abril alzó la vista con esfuerzo, aun desde el suelo, con los ojos entrecerrados por el deslumbramiento. Por un segundo creyó estar alucinando.

—Tú… —susurró, incrédula.

Ese rostro.

Ese hombre.

Era él. El desconocido con el que pasó esa noche de pasión desenfrenada.

El hombre se agachó junto a ella y la levantó en sus brazos con una facilidad que la hizo sentir ligera como el viento.

—Tenemos una cuenta pendiente, señora mía —murmuró, con una sonrisa torcida y una voz grave, profunda.

El calor de sus brazos, el latido firme de su pecho junto al de ella… todo fue demasiado.

Abril trató de hablar, de decir algo, pero el mundo se le volvió negro, y su cuerpo cedió.

Se desvaneció en los brazos de ese hombre.

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