El reloj marcaba las 4:15 a.m. cuando un sonido seco, casi imperceptible, rompió la quietud de la mansión.
Ivana abrió los ojos al instante. No fue un ruido común: era el chasquido corto de algo metálico, como un seguro al ser liberado.
Se incorporó despacio, los sentidos en alerta.
El aire en la habitación se sentía pesado, inmóvil, casi expectante.
De pronto, el cristal de la ventana estalló en mil pedazos.
El grito se le ahogó en la garganta.
Cayó al suelo mientras una bala atravesaba la cabecera de la cama.
—¡Ivana! —la voz de Dante retumbó desde el pasillo.
Entró al cuarto con el arma en la mano, el pecho desnudo, la mirada de un hombre en modo cazador.
Se arrojó al suelo junto a ella, cubriéndola con su cuerpo.
Otro disparo atravesó el marco de la ventana, a centímetros de su hombro.
—¡Al suelo! —rugió, arrastrándola hasta el costado de la cama.
El estruendo de los cristales aún vibraba en las paredes.
Dante se incorporó a la velocidad de un cazador.
Miró por la r