La lluvia golpeaba las ventanas con una consistencia enfermiza.
El agua corría como si quisiera borrar las huellas de la noche anterior.
Pero dentro de la mansión Brown, el peligro ya no estaba afuera. Estaba en las paredes, en las sombras, en los silencios.
Ivana despertó sobresaltada. Había soñado con disparos, con cristales rotos, con la voz de Dante gritando su nombre.
Pero cuando abrió los ojos, la pesadilla no se había ido: solo se había vuelto real.
El pasillo frente a su habitación estaba lleno de huellas húmedas.
Se levantó, se puso una bata y salió. A cada paso, el olor a hierro se hacía más fuerte.
Siguió el rastro hasta el ala del personal. Allí, un grupo de guardias se agolpaba frente a una puerta abierta.
Uno de ellos la vio y trató de detenerla.
—Señora, por favor, no entre.
—¿Qué pasó? —preguntó, con un nudo en la garganta.
—Hubo un incidente.
Pero ya era tarde.
Ivana se abrió paso y vio el cuerpo tendido en el suelo.
Era Ramírez, el jefe de seguridad, co