El reloj marcaba las 11:47 p.m. cuando Dante estacionó el coche frente al edificio de cristal donde tenía su despacho el abogado Rivas.
Las oficinas estaban cerradas, pero una tenue luz azul parpadeaba en el piso superior, como una invitación o una trampa.
—¿Está ahí? —preguntó Edgar, mirando el reflejo del edificio desde el retrovisor.
—Sí —respondió Dante—. Un hombre como Rivas nunca se va a casa sin revisar su dinero.
Salieron del vehículo, ambos vestidos de negro. Ivana había quedado en la mansión bajo vigilancia, aunque Dante sabía que odiaría enterarse.
Pero esta parte de la guerra no era para ella.
Era para hombres acostumbrados al peligro, no al perdón.
Forzaron la puerta trasera del edificio con un dispositivo eléctrico que Edgar llevaba guardado como un as bajo la manga.
El sonido del pestillo cediendo fue apenas un suspiro.
Dentro, la oscuridad olía a tinta y a miedo.
Subieron por la escalera de incendios hasta el tercer piso.
El despacho de Rivas tenía vista a la ciudad, c