La vida, caprichosa, sabe lanzar sus golpes antes de tiempo, desbaratando de un plumazo cualquier ilusión, y aquella noche, tan quieta en apariencia, escondía ese mismo destino. Tanto así que el primer llanto de Anne me atravesó como una puñalada pues hasta ese momento había dormido toda la noche de corrido, sin interrupciones. Así que me incorporé de golpe en la cama, todavía aturdida, y corrí hacia la cuna. Su carita roja, empapada en lágrimas, me desgarró.
—Shhh… mi amor, tranquila, aquí estoy… —murmuré mientras la alzaba en brazos.
Comencé con lo obvio: le cambié el pañal, aunque ya estaba limpio. Le preparé el biberón, tibio, como siempre le gustaba. Lo tomó un par de minutos, pero enseguida lo escupió, llorando aún más fuerte. El sonido se me metía en la cabeza como un taladro.
Caminé de un lado a otro con ella en brazos, meciéndola, suplicando entre dientes.
—Por favor, Anne… duerme, te lo ruego… no puedo más…El llanto no cesaba. Al contrario, parecía multiplicarse. Cada sollozo suyo me golpeaba el pecho como una culpa, como un recordatorio de que yo no tenía idea de qué estaba haciendo. Mis manos temblaban, mi respiración era un jadeo. Sentía el sudor pegándome la camiseta al cuerpo.
Por un instante pensé en gritar. En dejarla en la cuna y taparme los oídos. Pero apenas me crucé con su mirada brillante de lágrimas, el corazón se me partió.
No sabía qué hacer. No sabía cómo calmarla.
En un acto reflejo, casi desesperado, agarré el celular de la mesa de luz. Las manos me temblaban tanto que casi se me cae. Llamar a mi madre estaba descartado, así que opté por la otra opción viaable y que fuera lo que Dios quisiera. Marqué su número sin pensarlo demasiado.
—¿…Hola? —la voz de Daniel sonó adormilada, grave, ronca.
Me mordí el labio. Sentí la vergüenza subir como fuego a las mejillas.
—Perdón… —mi voz se quebró—. Soy yo… Nikita…Un silencio corto, seguido por un carraspeo.
—¿Qué pasó?—Es Anne… —dije casi sollozando—. No deja de llorar… la cambié, le di el biberón, pero no… no sé qué tiene. Daniel, no sé qué hacer y no tengo a quien recurrir y…
Las lágrimas me nublaron la vista. Estaba a punto de llorar tanto como ella.
Él respondió con calma, sin reproches, como si ya hubiera estado esperando esta llamada.
—Tranquila. Está bien. Voy para allá.Colgué y me dejé caer en el sillón con Anne en brazos, mecíendola como podía. Su llanto seguía, desgarrador, y cada minuto me parecía eterno.
Pasó media hora hasta que sonó el timbre. Abrí la puerta con el corazón en la garganta. Daniel estaba ahí, despeinado, en jeans y una chaqueta de cuero encima de la camiseta, como si hubiera salido corriendo. Me miró de arriba abajo, y no me hizo falta un espejo para saber cómo estaba: pijama arrugado, el pelo hecho un desastre, la cara húmeda de lágrimas y ojeras.
Anne lloraba aún contra mi pecho, con la carita completamente roja.
—Dámela —dijo con voz firme, y yo se la entregué como si le estuviera pasando una bomba a punto de explotar.
Él la sostuvo con seguridad, murmurando algo suave, y se encaminó directo a la cocina. Yo lo seguí como una sombra, con el corazón latiéndome en la garganta.
Lo observé mientras revisaba a la bebé, pasando los dedos con cuidado por sus mejillas, su cuello, y finalmente llevándolos a su boquita.
—Creo que es esto… —dijo, y deslizó el índice en sus encías—. Sí. Ahí está. Le está saliendo un diente.
Sentí una mezcla de alivio y estupidez. ¿Tan simple? ¿Tan evidente? Yo ni lo había considerado.
—De todos modos, mañana deberíamos llevarla al pediatra. —Me miró un instante, serio pero tranquilizador—. Pero estoy casi seguro que es eso.
Abrió el congelador y sacó una cubetera. Partió algunos hielos y me los tendió.
—Envuélvelos en un trapo limpio y átalo. Así puede morderlo, le aliviará.Obedecí sin rechistar, con manos torpes, y le pasé el improvisado remedio. Se lo puso a Anne en la boquita, y, milagrosamente, su llanto empezó a disminuir. Sus ojos hinchados seguían llorosos, pero el gemido se transformó en un balbuceo entre mordidas.
—También pon fruta en el freezer. —Me lanzó una mirada rápida, casi como una orden—. Cuando esté fría, puede morderla. Eso la calmará.
—¿Fruta? ¿Para qué? —pregunté, más para mantenerme cuerda que por necesidad real.
—Porque el frío adormece las encías, y el sabor la distrae. Lo hacía mi madre con mi hermano pequeño… y yo también lo hice con muchos bebés. Créeme, funciona.
Su seguridad era un bálsamo. Me aferré a esa calma como a un salvavidas.
Anne, poco a poco, se fue quedando tranquila, chupando el trapo frío con ojos entrecerrados. El silencio que siguió me hizo temblar de alivio.
Lo acompañé hasta la puerta. Ya era de madrugada, el cielo apenas clareaba en un azul tenue. Me detuve, con Anne otra vez en brazos, y antes de que pudiera frenarme, lo abracé.
Fue impulsivo, torpe, pero sincero. Lo sentí rígido un segundo, luego me devolvió el gesto, cálido, contenido.
—Gracias —susurré, con la voz quebrada.
Me separé enseguida, secándome las lágrimas.
—Perdón… es que estoy… sensible.Él me miró a los ojos, y hubo un instante en el que me costó respirar.
—Es que con la muerte de mi amiga… —la voz se me apagó, pero logré terminar—. No estoy bien.
Él asintió despacio, con algo de tristeza en la mirada.
—La agencia me pasó la información. Lo siento mucho, Nikita.Mis labios temblaron. Él continuó:
—No te preocupes. Te voy a ayudar.Y lo dijo con una convicción que me estremeció. No como una cortesía, sino como una promesa que podría cambiarlo todo.
Por un segundo, quise creerle.
Él me sostuvo la mirada apenas un instante más, como si quisiera decir algo y se arrepintiera en el último segundo. Después bajó la vista hacia Anne, ya adormecida contra mi pecho, y sonrió con una calma que por alguna razón hizo que me estremeciera.
—Descansa, Nikita. Lo necesitas tanto como ella. —Su voz fue un murmullo, casi una orden suave.
Asentí, incapaz de contestar nada.
Lo vi abrir la puerta y perderse en la oscuridad. El clic metálico del cerrojo sonó más fuerte de lo que debía, como un punto final que me dolió en el pecho.
Me quedé allí, en el umbral, abrazando a Anne, escuchando el eco de sus pasos que se desvanecían, con la sensación absurda de que, al dejarlo marchar, algo importante se me estaba escapando de las manos.