La audiencia había sido un desgaste mental que me dejó al borde de la migraña, pero al menos estaba cerrada por hoy. Quería perderme unos minutos en el silencio de mi oficina, revisar mis notas y sentir que todavía tenía control sobre algo en mi vida. Pero apenas me senté, la puerta se abrió sin que nadie golpeara.
Era Fernández.
—Excelente trabajo hoy, Nikita —dijo, entrando como si el lugar le perteneciera. Traía la chaqueta del traje desabrochada y esa sonrisa demasiado amplia, que siempre me pareció más un arma que un gesto de amabilidad.
—Gracias —respondí seca, buscando refugio en mis papeles.
Se acercó demasiado rápido. Apoyó una mano en el borde de mi escritorio y se inclinó un poco hacia mí, invadiendo mi espacio.
—Sabes… no cualquiera hubiera podido manejar a Clarkson así. Tienes talento, y eso no pasa desapercibido.
No era solo lo que decía, sino cómo lo decía. Su tono arrastrado, casi confidencial, y la manera en que sus ojos se demoraban en mi escote antes de volver a mi cara. Crucé los brazos, erguí la espalda, tratando de marcar un muro invisible entre nosotros.
—Aprecio el comentario, Fernández. Pero si me disculpas, tengo que preparar lo de mañana.
Él no se movió. Al contrario, se inclinó un poco más.
—Relájate, Nikita. Te tensas demasiado. Estás destinada a ser socia pronto, y créeme, aquí arriba se valora mucho… la disposición.
Sentí el estómago revolverse. Lo había escuchado insinuar cosas parecidas antes, pero cada vez que lo hacía era como si me clavara una espina más. “Disposición”. Esa palabra sonaba sucia en su boca.
—Yo prefiero que me valoren por mi trabajo, no por otra cosa. —Mi voz sonó firme, pero mis manos temblaban bajo el escritorio.
Él sonrió como si acabara de ganar algo.
—Claro. Pero no seas ingenua… a veces las dos cosas van de la mano.
El celular sobre mi escritorio vibró y sonó al mismo tiempo. Nunca un timbre había sido tan bienvenido. Vi el nombre en la pantalla: Daniel.
—Perdón —dije rápido, levantando el teléfono. Me giré hacia la ventana mientras contestaba, obligando a Fernández a quedarse con mi espalda—. ¿Sí?
—Soy yo —la voz de Daniel sonaba tranquila, baja, con un dejo de cansancio—. Estoy en el pediatra con Anne. Quería contarte lo que dijo y…
Cerré los ojos un segundo. Su tono era un bálsamo inesperado.
— Después hablamos. Gracias por llevarla.—respondí cortante, más de lo que realmente quería.
—¿Está todo está bien? Te noto rara.
—Todo bien —mentí con un hilo de voz—. Después hablamos, bye.
Corté antes de que Fernández pudiera comentar algo. Cuando volví a girarme, él ya estaba enderezándose.
—Bueno, luego nos vemos, Nikita —dijo, como si la llamada hubiera sido una interrupción inconveniente y no mi salvación.
Asentí en silencio. Cuando salió, sentí que podía respirar otra vez. Pero la sensación pegajosa de su cercanía quedó adherida a mi piel, como un perfume rancio imposible de quitar.
Más tarde, cuando llegué a casa, Anne estaba en su sillita en la cocina, con un babero floreado y un pedacito de banana helada entre las manos. Mordisqueaba con entusiasmo, como si ese fuera el mejor invento del mundo. Daniel estaba a su lado, vigilándola con una sonrisa cansada.
—Hola —me dijo apenas me vio entrar. Su voz sonaba más suave, menos filosa que cuando nos conocimos.
—Hola —respondí, dejando mi bolso sobre la mesa.
—Que bueno que hayas conseguido tan rápido la cita médica. El pediatra dice que es la dentición —explicó, girando la cabeza hacia Anne—. Nada grave. Pero hay que tener paciencia, darle cosas frías para morder. Eso la calma.
Miré a la pequeña, con la banana helada chorreándole en la barbilla y las manitos pegajosas. Se veía tranquila, feliz incluso. Y sentí un nudo en la garganta: tanta paz en ella, tanto caos en mí.
—Está bien —murmuré, acariciando el pelo despeinado de Anne—. Gracias por llevarla.
Daniel me estudió en silencio unos segundos, como si adivinara que mi “está bien” escondía algo más. Y lo adivinó.
—¿Segura? Porque me parece que no lo estás.
Me apoyé en el respaldo de la silla. Respiré hondo. No podía seguir guardando todo como si nada.
—Hay un empleado en la firma… —vomité sin saber por qué, evitando mirarlo a los ojos—. Desde hace tiempo me acosa. No de forma directa, siempre solapado, con insinuaciones, con esas frases que… que sabes lo que quieren decir aunque no lo digan.
Tragué saliva. Anne seguía mordiendo su banana helada, ajena a todo.
—¿Y? —preguntó Daniel, en tono neutral, pero con un filo apenas perceptible debajo.
—Y nada. Lo tolero. —Las palabras me dolieron en la boca—. Estoy a punto de ser socia. No quiero revolver el avispero, ni arruinar mi carrera justo ahora. Perdón no sé porque te cuento esto, no debería.
Él se pasó una mano por el cabello, negando apenas.
—Está bien, creo que más bien tú no deberías permitir eso.
—Lo sé —dije rápido, cortante—. Pero no necesito más presión. Bastante tengo con el estudio, con Anne, con todo esto…
Me miró largo rato, y por un momento temí que me soltara un sermón. Pero no lo hizo.
—Presión es lo último que quiero darte —murmuró al final—. Créeme.—murmuró y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza… Y no se parecía en nada a lo que me producía Fernández.