El brillo de los focos en el plató solía ser el santuario de Elliot Vance, su refugio de la realidad. Pero hoy, el bullicio de la producción le parecía un ruido sordo, incapaz de acallar el martilleo incesante en su cabeza: las palabras de su padre.
El matrimonio, las responsabilidades... toda una vida dedicada a eludir compromisos y al hedonismo puro de la fama se desmoronaba ahora.
La idea de oficinas y juntas le parecía tan aburrida y ajena como la teología; él había estudiado cine y actuación para escapar de ese ámbito familiar y vivir bajo el aplauso, no bajo el peso de un imperio.
En su camerino lo esperaba Bruno García, su mejor amigo y mánager, un hombre de pragmatismo silencioso.
—Esto es un golpe bajo del destino, Bruno —se quejó Elliot, su voz ronca casi inaudible entre el ajetreo del plató—. Si papá muere, tendría que encargarme de las empresas y dejar la actuación. Eso nunca. Me encanta ser actor, me encanta mi vida actual, ¡vaya!
Bruno, con una ceja arqueada, intentó calmarlo. —Tranquilízate. Todo esto es muy raro. Tu padre se ve perfectamente bien.
—Sí, pero según él, está muy mal. Pobre de mi viejo, no podría vivir sin él.
Elliot se dejó caer en el sofá, con su drama a flor de piel.
—Y sin sus mimos —añadió Bruno con un suspiro—. Richard ha criado a un inútil, Elliot.
Elliot lanzó una mirada letal. —¡No me regales halagos, por favor! No estoy de ánimo.
—Lo siento, amigo —Bruno concedió, conteniendo una sonrisa —.Te propongo que te relajes. De todas formas, si quieres, no actúes hoy.
—De ninguna manera. Tengo que trabajar para no pensar en mi padre. Más bien, llama a la chica que contrataste como asistente mía. Es bien sosa —la voz de Elliot destilaba un desinterés casi ofensivo.
Bruno suspiró, la paciencia estirándose al límite.
—Maya, se llama Maya. Y es una excelente profesional.
—No me digas que te gusta —Elliot replicó, un brillo de diversión maliciosa en sus ojos—. Bien sé que tienes gustos muy exóticos.
—No tienes remedio, Elliot —Bruno negó con la cabeza, una mezcla de resignación y cariño en su voz—. Para tu información, soy feliz con Olivia y pronto nos vamos a casar.
—Olivia no es muy diferente a... la huevo sin sal —Elliot insistió, con un mohín de desaprobación.
—¡Maya se llama Maya! Y respeta a mi prometida —Bruno estalló, una venita pulsando en su sien.
Elliot, para rematar, puso los ojos en blanco, la diversión bailando en su mirada antes de levantarse y salir del camerino en busca de Maya.
Dejó a Bruno solo, rumiando no solo la insolencia de su amigo, sino también la gravedad del problema de Richard Vance. La búsqueda de una esposa acababa de empezar.
Al salir del camerino, los ojos de Elliot rastrearon el pasillo, buscando su objetivo. Su mirada se detuvo en una figura discreta que parecía fundirse con el fondo. Hizo un gesto con la mano, un llamado casual, casi una orden. La chica, Maya Santos, se acercó con una eficiencia silenciosa.
—Debes de ser bien tacaña, que ni me acuerdo de tu nombre —soltó Elliot, sin un ápice de remordimiento en su voz.
Su tono era una mezcla de aburrimiento y superioridad, como si la existencia de Maya fuera un detalle menor en su universo.
—Me llamo Maya, señor —respondió ella, su voz apenas un susurro, casi tan imperceptible como su presencia.
—Maya —musitó Elliot, sin mostrar verdadero interés mientras la miraba. Para sí mismo, pensó: «El nombre es tan simple como ella».
Sin más preámbulos, empezó a dar órdenes como si estuviera hablando con el aire.
—Maya, anota: pídeme agua sin gas, por favor. También las frutas de siempre, rápido, que tengo que grabar en una hora. Ah, y arregla mi auricular, por favor.
Su voz, presumida y distante, no invitaba a la réplica. Maya, con una profesionalidad inmaculada, tomó el auricular. Sin embargo, sus manos temblaban ligeramente mientras lo ajustaba en el oído de Elliot.
Él ni siquiera lo notó. Su mente ya estaba en el próximo capricho, en el siguiente segmento de su vida perfecta, ajeno por completo a la existencia de la mujer que acababa de llamar «sosa» y cuyo futuro, sin saberlo, estaba a punto de entrelazarse con el suyo.
***
Maya aprovechó el respiro en la frenética jornada de Elliot. Mientras el actor se sumergía en el universo de su personaje, ella buscó un respiro y algo de comer con Kendra, la maquillista principal de la producción, una mujer de risa fácil y ojos perspicaces.
—Esa cara, Mayita —Kendra comentó, frunciendo el ceño al ver la expresión ausente de su amiga—. Pareces haber visto un fantasma.
Maya suspiró, el peso de sus preocupaciones aplastándola.
—Me preocupa mi abuela. Sus ahogos no mejoran, y el tratamiento para la fibrosis pulmonar es una locura. Los medicamentos son carísimos y la lista de espera para un trasplante... es interminable —Maya se quebró al final.
Kendra le apretó la mano con simpatía. —Tranquilízate, cariño. Puedes pedir un préstamo al banco, sé que has sido muy ahorradora.
—Me temo que no —Maya negó con la cabeza, una amargura en su voz—. Con su última recaída, tuve que pedir uno para pagar los gastos del hospital. Y ni la casa la puedo hipotecar porque es rentada.
La desesperación se cernía sobre ella como una sombra. Su abuela, el único rayo de luz en su vida, se estaba apagando lentamente, y ella se sentía impotente, atrapada en una deuda que crecía más rápido que su salario.
Maya se encogió en su silla, la voz casi un lamento.
—Solo necesitaría un milagro, al paso que voy.
Las palabras de desesperación se sentían más pesadas que el maquillaje que Kendra aplicaba a diario.
Kendra la consoló, apretándole el hombro con un cariño sincero.
—Ay, amiga.
No había mucho más que pudiera decir. La situación de la abuela de Maya era un callejón sin salida financiero.
La hora del almuerzo terminó, y con ella, el breve respiro de Maya. De vuelta al set, su mirada se perdió en la lejanía.
Los focos la cegaban, el bullicio de la producción se sentía ensordecedor. Se sentía pequeña, insignificante, y más sola que nunca. El peso de su abuela, la deuda y la desesperación se cernían sobre ella como una sombra asfixiante.
La vida de «chica invisible» no le ofrecía escapatoria. Solo tenía una abuela moribunda y una deuda creciente. ¿Cómo iba a salvar a la única persona que le quedaba en el mundo?