Las ruedas del Mercedes derraparon con violencia cuando Viktor giró bruscamente en una intersección, siguiendo el sonido lejano de las sirenas. Su mandíbula estaba apretada, los músculos tensos como cuerdas a punto de romperse. La señal del rastreador que Viktor había plantado en el bolso de Alina días atrás, cuando accedió a que retomara la rutina en la academía, parpadeaba en la pantalla del tablero del auto de Boris. Estaban a solo unos cientos de metros.
—Los tengo a la vista —informó Boris a su jefe por el comunicador—. Acaban de entrar a la zona industrial. Están intentando perderse entre los contenedores.
Viktor no respondió. Solo aceleró.
El motor rugió como una fiera herida mientras dejaba atrás la avenida y entraba por un camino de tierra. Faros de luz pálida cortaban la penumbra entre estructuras oxidadas, montones de metal y sombras inquietas.
En el interior de la van, Alina comenzaba a reaccionar. Minutos atrás le habían impregnado un líquido en las fosas nasales para ado