—Dame un momento —le dijo Viktor, obligándola a sentarse—. No te quites eso de la mejilla.
Le pidió y entró a la cabaña. Era evidente que no solo ella se sentía incómoda, también él. Por lo que estimó que lo mejor era alejarse aunque fuera un breve instante.
Alina lo vio alejarse y desvió la mirada hacia la playa. Sentía que las emociones la rebasaban.
La noche era espesa y húmeda, un aliento tibio que se adhería a la piel como una segunda capa. Alina sintió el contacto helado de la compresa adormecer su mejilla, pero no bastaba para contener el temblor que la sacudía desde dentro, uno que poco tenía que ver con el frío. Se abrazó a sí misma, recogiendo las piernas contra su cuerpo en un intento de encontrar refugio en su propia fragilidad.
La brisa nocturna traía consigo el aroma salobre del mar, un contraste punzante con la fragancia costosa y discreta de Viktor. Él había dejado su estela al cruzar la habitación, y aunque ya no estaba a su lado, su presencia persistía, envolviéndol