Desde aquella noche en El Milano, la oficina de Daniel se había transformado en algo irreconocible. Los muebles de diseño italiano —antes símbolos de poder y estatus— ahora se alzaban como centinelas silenciosos de una conspiración. Las paredes de cristal, que solían exhibir su imperio corporativo al resto del piso, se habían convertido en las fronteras transparentes de un bunker invisible.
El espacio respiraba diferente. El aire acondicionado susurraba secretos que antes no existían. Las luces halógenas, perfectamente calibradas para proyectar autoridad, ahora iluminaban mapas de supervivencia extendidos sobre la mesa de reuniones. Documentos clasificados, pantallas múltiples, cables serpenteando entre dispositivos como venas de un organismo desesperado.
La oficina había dejado de ser un lugar de trabajo para convertirse en un cuartel general secreto. Un corazón que bombeaba paranoia en lugar de sangre.
Daniel observaba esta transformación con una mezcla de fascinación y horror. Su s