Daniel había caído en el ritmo peligroso de la seducción como un pianista experto que encuentra por fin una melodía que merece ser tocada con devoción. Cada palabra que intercambiaba con Lucía era una nota cuidadosamente calibrada, cada sonrisa una frase musical diseñada para derretir las defensas de esa mujer que se había vuelto más adictiva que su propia necesidad de riesgo.
Se había alejado momentáneamente hacia la barra, no porque necesitara otra bebida, sino porque necesitaba un segundo para procesar la intensidad de lo que estaba sintiendo. Marco, su alter ego perfecto, nunca había tenido que lidiar con emociones genuinas. Era un maestro de la seducción calculada, un artífice del placer temporal. Pero con Lucía, las líneas se difuminaban de manera peligrosa.
Mientras esperaba que el bartender preparara dos cócteles —uno para él, otro para ella, porque ya había decidido que no iba a dejarla escapar tan fácilmente esta vez—, el universo conspiró para darle el golpe más devastador