El club se había transformado en una sinfonía de tentación nocturna. Las luces tenues danzaban como luciérnagas embriagadas, creando un laberinto de sombras y promesas. El aire vibraba con más intensidad que la noche anterior, espeso como miel tibia, impregnado del murmullo seductor de conversaciones íntimas y la música que se deslizaba por los cuerpos como caricias líquidas.
Lucía había cruzado el umbral del club como quien atraviesa un portal hacia otro universo. Esta vez llevaba un vestido azul oscuro que era pura poesía hecha tela, una obra maestra de la seducción sutil que abrazaba cada curva con la devoción de un amante experto. El color hacía que sus ojos brillaran como zafiros bajo la luz ambarina, mientras que el escote, calculado con precisión matemática, ofrecía una vista que era un himno a la feminidad.
Pero era la abertura lateral la que convertía el vestido en una declaración de guerra sensual. Cada paso revelaba un destello de pierna torneada, y cuando se sentaba, cruza