El cristal tintineó contra cristal cuando Lucía depositó su copa sobre la mesa alta, el sonido perdido entre el murmullo sofisticado del salón. Las notas de jazz que hasta entonces habían flotado como humo de cigarrillo por el ambiente se desvanecieron, reemplazadas por algo más profundo, más carnívoro. Un saxofón gemía su lamento dorado mientras el piano acariciaba las teclas con dedos de terciopelo negro.
¿Cuándo había comenzado a sentir que el aire mismo la asfixiaba de anticipación?
Marco se irguió desde su posición casual contra la columna de mármol, cada músculo de su cuerpo desplegándose con la gracia letal de un depredador que ha encontrado su presa. Sus ojos azules —esos ojos que la habían perseguido en sueños desde su primer encuentro— la recorrieron de arriba abajo con una intensidad que hizo que el vestido rojo se sintiera como una segunda piel demasiado ajustada.
—¿Me concedes este baile, señorita Pímienta y Rosa? —Su voz era terciopelo líquido vertido sobre acero.
El ap