El aire acondicionado susurraba su letanía mecánica en la sala de juntas de Consolidated Global Solutions, pero su zumbido quedó ahogado por el rugido silencioso del escándalo. Katarina Volkov había desplegado su arsenal con la precisión de un cirujano y la crueldad de un verdugo. Sus dedos, adornados con anillos de platino que reflejaban las luces halógenas, se deslizaron sobre el control remoto como una caricia mortal.
La pantalla gigante cobró vida con una obscenidad luminosa que taladró los ojos de los presentes. Daniel Márquez —no, Marco —aparecía en toda su gloria clandestina: el traje de seda italiana reemplazado por la piel desnuda, los músculos esculpidos por horas de gimnasio privado, la sonrisa que había seducido a decenas de mujeres de la élite madrileña. Era la belleza masculina convertida en mercancía, el poder transformado en sumisión.
Los inversores japoneses—hombres cuyas decisiones movían continentes financieros—se petrificaron como estatuas de sal. Sus rostros, ante