El anfiteatro tardó varios minutos en calmarse.
No porque la multitud siguiera eufórica…
Sino porque nadie sabía cómo procesar lo que acababan de presenciar.
Una competidora casi muere ahogada
—no por fallar una prueba—
sino por un mecanismo que ni siquiera existía en el protocolo de los Juegos Lunares.
La imagen había quedado grabada en la retina de todos:
Diana golpeando el cristal desde dentro, el agua subiendo hasta su cuello, y el Consejo…
incapaz, inútil o cómplice.
Los ancianos permanecían en pie, rígidos, con los mantos oscuros ondeando apenas por el viento nocturno. Sus miradas no se cruzaban por respeto, sino por miedo.
Por culpa.
Por sospecha.
Ciento cincuenta manadas los observaban como si, por primera vez en décadas, vieran la grieta real que siempre había estado ahí:
bajo la fachada de piedra sagrada… había podredumbre.
**
Diana seguía en el suelo, envuelta en una manta térmica, temblando todavía.
El frío del agua se le había metido hasta los huesos,
pero el temblor real