El aire en la cabaña estaba enrarecido, cargado de tensión invisible. Adrián regresaba de la reunión con el Concejo con el gesto pétreo, los hombros rígidos y el silencio ardiéndole en la garganta. Emili caminaba a su lado, y aunque intentaba mostrarse serena, sus labios estaban apretados en una línea fina de rabia contenida.
Apenas las puertas se cerraron tras ellos, la explosión fue inevitable.
—¡Esto es una injusticia! —exclamó Emili, con la voz temblando de indignación—. Ninguna otra manada compite por algo tan grande como su independencia. ¡A ninguna le pusieron una soga en el cuello como a ustedes!
Mateo y Leandro, que esperaban junto a la chimenea, levantaron la vista de inmediato. El primero frunció el ceño, el segundo dejó escapar un gruñido bajo.
—Eso es precisamente lo que buscan —dijo Leandro, golpeando con el puño el brazo del sillón—. Hacernos sentir acorralados, desestabilizarnos. Erick lo planeó todo.
—Y el Concejo le dio la oportunidad de hacerlo —añadió Mateo con fri