La luz del atardecer se filtraba por los ventanales de la cabaña, tiñendo de dorado las paredes de madera. Kael permanecía de pie junto a la ventana, su silueta recortada contra el horizonte en llamas, mientras sus dedos tamborileaban nerviosamente sobre el alféizar. Llevaba horas dándole vueltas a la misma idea, una que le revolvía el estómago pero que no podía ignorar.
Valeria lo observaba desde el sofá, acariciando distraídamente su vientre abultado. El silencio entre ellos se había vuelto denso, casi palpable, cargado de palabras no dichas.
—Tienes que irte —dijo finalmente Kael, sin voltear a mirarla—. Mañana mismo.
Las palabras cayeron como piedras en el silencio de la habitación. Valeria se incorporó lentamente, su rostro transformándose en una máscara de incredulidad.
—¿Qué has dicho? —preguntó, aunque había escuchado perfectamente.
Kael se giró hacia ella, su rostro una mezcla de determinación y tormento.
—He encontrado un lugar seguro, lejos de aquí. Una cabaña en las montañ