El amanecer se filtraba por las cortinas de la habitación principal, dibujando patrones dorados sobre las sábanas revueltas. Valeria observaba el techo, sumida en una extraña paz que no había experimentado en meses. Su mano descansaba sobre su vientre, ahora visiblemente abultado bajo la fina tela del camisón.
Habían pasado casi cinco meses desde su destierro. Cinco meses desde que todo su mundo se había derrumbado. Y sin embargo, aquí estaba, respirando, viviendo, construyendo algo nuevo entre las cenizas de su antigua vida.
La manada de Kael la había aceptado gradualmente. Ya no era la extraña, la desterrada que había llegado una noche tormentosa con más secretos que pertenencias. Ahora tenía un lugar, una rutina, rostros que la saludaban con respeto cuando caminaba por el territorio.
—Buenos días —murmuró Kael desde la puerta, con una bandeja en las manos—. Pensé que querrías desayunar aquí.
Valeria se incorporó lentamente, apoyando la espalda contra el cabecero de la cama.
—No ten