La noche había caído sobre el territorio de Damián como un manto de terciopelo negro. Valeria observaba las estrellas desde el balcón de la habitación que le habían asignado, sintiendo cómo su hijo se movía dentro de ella. Cada patadita era un recordatorio de lo que estaba en juego, de todo lo que había perdido y de lo incierto que era su futuro.
El aire fresco acariciaba su rostro mientras sus pensamientos vagaban entre recuerdos y temores. Su mano descansaba sobre su vientre abultado, protegiéndolo instintivamente.
—Pareces preocupada —la voz de Damián la sobresaltó.
No lo había escuchado acercarse, algo inusual para sus sentidos de loba. Quizás estaba demasiado absorta en sus pensamientos, o quizás... quizás su presencia ya no activaba sus alarmas como antes.
—Siempre estoy preocupada últimamente —respondió sin apartar la mirada del horizonte—. Es mi estado natural.
Damián se acercó hasta quedar a su lado, apoyando los brazos en la barandilla del balcón. El calor que emanaba de su