Alonso
Seguí a Clara.
No fue un impulso. Fue una decisión fría, meticulosa, como tantas otras que he tomado sin pestañear en los últimos meses. No podía permitir que se me adelantara. No podía perder el control.
La vi salir de mi departamento, aferrada al manuscrito como si en sus manos llevara una bomba a punto de estallar. Su rostro hablaba por ella: tensión, determinación, riesgo. La reconocí enseguida. Esa mirada no era de curiosidad, era de rebelión.
Y eso, simplemente, no lo podía permitir.
Subió a su auto con una seguridad que no le conocía y desapareció calle abajo. Yo ya estaba en el mío, esperándola. Ajusté el retrovisor, arranqué.
La seguí con la distancia justa, dos autos entre nosotros, siempre en su sombra, anticipando sus movimientos como si fueran una extensión de los míos. Cada semáforo era un pulso contenido. Cada cruce, una jugada en el tablero.
Mi corazón latía con fuerza, pero no por miedo. Era puro instinto: el presentimiento brutal de que estaba perdiendo t