Alonso
El sol caía sobre el mar Egeo, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras. Desde la terraza de la villa, la vista era impecable: una piscina de borde infinito que se fundía con el horizonte, palmeras que se mecían al ritmo de la brisa salada y el murmullo lejano de las olas rompiendo contra los acantilados. Era el exilio. Un exilio dorado, sin duda, con todas las comodidades que el dinero podía comprar, cortesía de los tentáculos más profundos de la Fundación Esmeralda. Pero para mí, era una jaula. Una jaula lujosa, sí, pero una jaula al fin y al cabo.
La humillación me carcomía. La imagen de nosotros, Martina y yo, huyendo como ratas de un taller humeante, me perseguía en mis sueños. Clara. Leonardo. Habían ganado. Temporalmente. Cada noticia que lograba filtrar a través de mis contactos, cada titular sobre el éxito incipiente de Clara o el nuevo propósito de Leonardo, era una puñalada en mi ego, una chispa que alimentaba la hoguera de mi resentimiento.
—¿Viste esto? —Martina, co