Leonardo
A veces me pregunto en qué momento exacto empezó a desmoronarse todo. Quizá fue aquel día gris, cuando la lluvia no era tormenta pero se sentía igual de implacable, como hoy. No caía con furia, no había truenos ni relámpagos, solo esa garúa persistente que parece no mojar y, sin embargo, termina calándose hasta los huesos. Desde el ventanal de mi oficina, la ciudad se disolvía en tonos apagados, y Clara, sentada en la sala contigua, parecía parte del mismo paisaje: pequeña, frágil, ajena a todo salvo al dolor.
La observé en silencio. Se abrazaba a sí misma, los hombros vencidos, la mirada clavada en el suelo. Había llorado, era evidente: los ojos enrojecidos, la boca temblorosa, el gesto tenso de quien carga más de lo que puede y aun así permanece, esperando algo. No pidió consuelo. No lo habría aceptado. Lo que necesitaba no era lástima ni palabras huecas, sino una salida, una promesa, el más leve indicio de que no todo terminaría así. Y yo, que había jurado protegerla, estaba a punto de traicionarla.
La única opción que teníamos era un tratamiento experimental: sin aprobación, sin garantías. Algo que solo se susurra en pasillos cerrados, mencionado al margen en congresos semiclandestinos. No era una cura, apenas una posibilidad. El comité jamás lo habría autorizado. Ni siquiera debía mencionarlo. Pero su padre se moría, y yo ya no sabía cómo sostenerla sin romperme.
Entonces entró Martina, sin golpear, como siempre. Se detuvo frente a mi escritorio y sacó un sobre de su bolso. Lo dejó con una delicadeza inquietante, como quien deposita una piedra sobre una tumba.
—Haz que lo firme —dijo. Nada más.
Dentro, el documento: una falsificación impecable. Membrete oficial, lenguaje técnico, detalles meticulosamente cuidados. Toda una mentira en forma de verdad.
Me quedé mirándolo, como si al abrirlo pudiera encontrar algo más que papel. Pero no había nada más. Ni opciones. Ni tiempo. Ni consuelo. Solo una decisión que, en realidad, ya había tomado.
Atravesé el pasillo con el documento en la mano. Cada paso me alejaba un poco más de quien creía ser. Entré en la sala y ella alzó la vista. Tenía los ojos cansados, los labios pálidos, y aun así, su voz fue serena.
—¿Qué dijeron? ¿Hay algo que podamos hacer?
Asentí. Mentí. Le hablé de un protocolo emergente, de resultados prometedores, de la urgencia de su firma. No preguntó. No dudó. Solo extendió la mano, tomó el documento, lo hojeó por encima —o fingió hacerlo— y firmó.
Así de simple.
Como si confiar en mí siguiera siendo más fácil que desconfiar.
—Gracias —dijo.
No fui capaz de sostenerle la mirada.
Tres días después administramos el tratamiento. No hubo respuesta. Ni mejoría. Ni siquiera una reacción mínima. Su padre murió en silencio, como si ya no le quedaran fuerzas ni para luchar.
Redacté el informe con la precisión de siempre: causas naturales, sin anomalías aparentes. Pero en el fondo no sabía si era verdad, o simplemente la versión menos dolorosa. A veces me pregunto si fue la enfermedad la que ganó… o si el tratamiento, lejos de ayudar, aceleró el final. Clara no pidió explicaciones. No cuestionó nada. Lo aceptó todo con una serenidad que me resultó más insoportable que cualquier reproche.
Con los días, empezaron a aparecer las grietas. Al principio apenas perceptibles: una pausa al leer, una frase que repetía como si intentara convencerse, una forma distinta de pasar las páginas del historial. Hasta que una tarde, al sostener de nuevo el documento firmado, sus ojos se detuvieron.
—¿Por qué hay un espacio en blanco aquí? —preguntó, apretando el borde del papel, como si pudiera arrancarle la verdad con los dedos.
Supe entonces que ya no me miraba igual.
—¿Ese tratamiento… era legal? —dijo más tarde, con una calma que cortaba como vidrio.
Mi corazón se detuvo un segundo, pero mi voz no lo mostró.
—No está aprobado aquí —respondí—. Pero hay validación internacional. A veces la ley tarda más que la ciencia.
Una frase ambigua, medida al milímetro. Ni mentira, ni verdad.
—Entiendo —fue todo lo que dijo. Pero desde entonces, algo cambió. No fue enojo. Fue decepción. De esa que no hace ruido, pero se instala para siempre.
Y entonces llegó el día. Clara bajó las escaleras con sus maletas, decidida. El sonido de las ruedas contra los peldaños, seco y definitivo. Llevaba el cabello suelto, el rostro sereno, y los ojos… los ojos que antes me buscaban incluso en el silencio, ahora solo me miraban para asegurarse de no olvidar nada.
—Quiero el divorcio —dijo, sin rodeos. Como quien ha pensado tanto una decisión que ya no le quedan dudas.
No dije nada. No porque no me importara, sino porque, en el fondo, ya lo sabía. Lo supe desde que dejó de mirarme a los ojos. Desde la última vez que me esperó despierta. Desde que dejé de ser su refugio para convertirme en ruido de fondo.
Quise decirle que no. Que se quedara. Que lo intentáramos una vez más.
Pero ¿con qué palabras? ¿Con qué promesas?
Ella merecía una verdad que yo ya no sabía articular. Detenerla habría sido aferrarme a algo que, hacía tiempo, había dejado de ser mío.
Así que me quedé ahí. Callado. Viéndola irse por segunda vez. Porque la primera se había marchado hacía meses, en los silencios que se volvieron costumbre.
No me miró al salir. Y yo no tuve el valor de detenerla.
No porque no la amara.
Sino porque, quizás, nunca supe hacerlo del modo en que ella necesitaba.
Y ahora estoy aquí. Solo. Lleno de preguntas, y aún más de culpas.
Porque el silencio también deja cicatrices. Y yo me volví experto en callar justo lo que debía decir.
Esta tarde, al volver a casa, encontré un sobre en el buzón. Sin remitente. Sin advertencias.
En la primera hoja, escrita a mano, había una sola frase:
“La mentira no nació del ego, sino del amor. Pero el amor mal dirigido también puede ser veneno.”
Lo abrí sin pensar demasiado. Bastaron las primeras líneas para saber que no era ficción, aunque el papel lo intentara disimular. Era nuestra historia. Apenas disfrazada. Narrada en tercera persona, con algunos hechos alterados, con una voz narrativa que a ratos me hacía parecer una víctima, y en otros, un verdadero monstruo.
Lo que me aterra no es que Clara lo lea.
Es que lo crea.
Que convierta cada palabra en verdad, que vea en mí no solo a un hombre equivocado, sino a uno que disfrazó de amor sus omisiones. Si llega a pensar que todo fue apariencia, que la traicioné incluso en los silencios, no quedará entre nosotros ni cortesía, ni afecto, ni esa tenue amistad que a veces sobrevive al desastre.
Se romperá también su recuerdo de mí.
Y perder eso —su mirada limpia, su versión más bondadosa de lo que fuimos— sería perder lo último a lo que aún me aferro.
Porque dejar de ser su esposo fue doloroso. Pero que me olvide con amargura...
Eso sí sería insoportable.
Me quedé quieto, el manuscrito abierto sobre las rodillas.
Afuera, la lluvia ya había cesado.
Pero yo seguía empapado.
De culpa. De miedo.