Wyn Lancaster nunca ha sido de las que buscan problemas. A sus 18 años, su mundo gira en torno a las historias que escribe, los libros que devora y su sueño de convertirse en una gran autora de thrillers. Es metódica, observadora y un poco terca, lo que la lleva a buscar inspiración en los lugares más inusuales. Davian Rooke vive en las sombras. A sus 23 años, su vida está marcada por secretos, sangre y encargos de los que nadie debería saber. Frío, reservado y con poca paciencia, lo último que necesita es a una mocosa entrometida cruzándose en su camino. Cuando sus caminos se cruzan en una biblioteca olvidada, Wyn y Davian descubren que hay encuentros que no pueden ignorarse... por mucho que lo intenten.
Ler maisEl tren redujo la velocidad con un ruido metálico mientras la voz del altavoz anunciaba la última parada. A través de la ventanilla sucia, las luces mortecinas de la estación parpadeaban con desgana. Afuera, la noche era espesa y silenciosa, rota solo por el sonido de la lluvia golpeando el techo del andén.
Wyn Lancaster tomó aire, profundo y medido, antes de cerrar su libreta con un golpe seco. No había escrito ni una sola palabra en todo el viaje. Ni una línea. Ni una idea lo suficientemente digna para plasmar en tinta.
Desde hacía semanas, su cabeza era un desierto, seco y sin rastros de creatividad. No importaba cuánto intentara engañarse diciendo que solo necesitaba un descanso o que la inspiración llegaría en cualquier momento. No llegaba.
Y era frustrante.
Ajustó la bufanda alrededor de su cuello y se puso de pie cuando el tren terminó de detenerse. El vagón estaba casi vacío, salvo por un hombre dormido en una esquina y una mujer revisando su teléfono con expresión de agotamiento. Wyn agarró su bolso y bajó la maleta del compartimento superior antes de salir al andén.
La estación era más pequeña de lo que imaginaba. Techos bajos, paredes de ladrillo antiguo y un solo quiosco cerrado a esas horas.
Wyn ajustó la correa de su bolso sobre el hombro y tomó el mango de su maleta. No pesaba demasiado, aunque el sonido de las ruedas al rodar sobre el suelo áspero de la estación se sentía exageradamente fuerte en medio de aquel silencio.
El aire tenía ese frío húmedo que deja la lluvia después de caer, calando en la ropa con una incomodidad sutil. Se acomodó el bolso, echó un vistazo rápido a su alrededor y sacó el teléfono con dedos entumecidos.
Diez cuadras. Nada complicado.
La idea de caminar no le entusiasmaba, pero quedarse quieta en un lugar tan vacío tampoco era una opción. Guardó el dispositivo en el bolsillo y echó a andar.
***
La estación quedó atrás en cuestión de minutos. La ciudad dormía, con solo un par de luces encendidas en las ventanas dispersas de los edificios cercanos. Wyn avanzó con paso constante, concentrada en el eco de sus propios pasos y en el leve murmullo de los autos a la distancia.
Fue entonces, cuando notó a un hombre unos metros más adelante. Caminaba rápido, con los hombros encogidos y la cabeza girando en todas direcciones, como si esperara ver a alguien aparecer detrás de él. Wyn frunció el ceño con discreción. Su instinto le advirtió que lo mejor era mantenerse fuera de su camino, así que se hizo a un lado, dejando espacio de sobra en la acera.
Pero él no la vio.
El hombre miró por encima del hombro justo antes de cruzarse con ella y terminó chocando de lleno contra su brazo. El impacto la hizo soltar el bolso, que cayó al suelo con un golpe sordo.
—Hey— soltó ella, más por reflejo que por enojo.
El desconocido se sobresaltó, casi como si la hubiera olvidado en cuanto la empujó. Sus ojos se abrieron un poco, pero en lugar de disculparse, simplemente murmuró algo entre dientes y siguió su camino, con la misma prisa nerviosa de antes.
Wyn lo observó alejarse por un segundo, una punzada de incomodidad apretándole el pecho. No era miedo, no exactamente, pero sí la molesta sensación de que algo era extraño.
Suspiró, recogió su bolso y apresuró el paso.
***
Cuando por fin llegó, la casa apareció ante ella como un respiro largamente contenido. Pequeña, de fachada algo descuidada, con pintura desgastada y un buzón torcido al lado de la puerta. Nada terrible, pero definitivamente necesitaba algunos arreglos. La dueña, una señora mayor con la que había hablado por teléfono, le había explicado que no estaba en la ciudad y que el alquiler no era caro precisamente por eso: el lugar tenía sus detalles, pero era habitable.
Sacó la llave, la giró en la cerradura y empujó la puerta, abriéndola con un leve chirrido.
Por dentro, la casa era simple. Un pequeño recibidor con una mesa de madera, un sillón viejo en la sala y una cocina al fondo con electrodomésticos algo antiguos. El interior olía a encierro y madera vieja, pero nada insoportable.
Dejó la maleta a un lado y exhaló despacio.
—Al fin— murmuró.
Sin pensarlo demasiado, avanzó hasta el sofá y se dejó caer de espaldas. El leve polvo que se levantó en el aire no le importó en absoluto. Sintió la aspereza del viejo tapizado bajo su espalda. Pero tampoco se molestó en acomodarse mejor.
Su cuerpo se relajó de inmediato.
Sus ojos pesaban por el cansancio, pero antes de cerrarlos por completo, giró un poco la cabeza. Su bolso seguía ahí, apoyado sobre la maleta. El barro seco manchaba un costado, una pequeña consecuencia del incidente de antes.
Por suerte, no había caído en uno de los charcos.
Tendría que lavarlo mañana.
Su mirada se mantuvo fija en el bolso por un momento más. Ahí dentro estaba su libreta, la misma que había permanecido en blanco durante todo el viaje.
No tenía ideas aún.
Pero algo le decía que pronto las tendría.
Tal vez la sensación de estar en un lugar nuevo ayudaría. Tal vez esta ciudad, con su aire húmedo y calles estrechas, tenía algo para ella.
Tal vez-...
Un bostezo.
Estaba ya medio adormilada, pero con algo de esfuerzo buscó su teléfono en el bolsillo.
Apenas enfocó la pantalla, abrió la conversación con su abuela. “Llegué bien”, escribió con lentitud. Dudó un segundo, antes de añadir un “No te preocupes”.
Era inútil, claro. Su abuela siempre se preocupaba. Aun ahora, cuando ya no era una niña, seguía escuchando su voz recordándole que se abrigara, que comiera bien, que no olvidara cerrar la puerta con llave.
No podía culparla. Siempre había sido así, incluso cuando ella no entendía por qué la ropa de su abuela olía a jabón barato y a veces contaba las monedas antes de ir al mercado. O cuando volvía tarde, con las manos ásperas y un billete arrugado que decía que hoy les alcanzaría para algo más que pan.
Su vista se nubló un poco.
Parpadeó pesadamente, los dedos aún sobre la pantalla.
“Igual te aviso mañana”, escribió por último, y envió el mensaje sin releerlo.
El teléfono se deslizó de su mano al sofá.
Y el sueño la atrapó, antes de que pudiera pensar en algo más.
Wyn se metió a la ducha sin mucho ánimo. Cerró la puerta de vidrio, giró la llave y dejó que el agua tibia le cayera de lleno sobre la cabeza. Cerró los ojos, con el ceño fruncido, y dejó escapar un largo suspiro. Tenía el cuerpo cansado, la mente revuelta y los ojos irritados por no haber dormido bien. Se pasó ambas manos por la cara, arrastrando el agua, intentando relajarse. Pero ni el calor del agua ni el silencio del baño la ayudaban. Terminó de bañarse sin apuro, con movimientos lentos, y al cerrar la llave soltó un suspiro largo y resignado. Se quedó unos segundos más bajo el goteo que quedaba, y luego salió, envolviéndose en una toalla. Se puso su camisola de satén sin pensarlo mucho. No pensaba salir. El pijama era cómodo y fresco, perfecto para quedarse tirada en el sofá el resto del día. Pero no logró quedarse quieta. Apenas se secó el cabello con una toalla, encendió la laptop y se sentó en la mesa de la sala. Ya que no había podido dormir, y su mente no la dejaba
La noche había pasado como si alguien hubiese arrancado las manecillas del reloj y las hubiese lanzado contra la pared. Wyn no durmió. Ni un segundo. Rompió las sábanas de tanto retorcerse. Enredó las piernas. Rodó sobre sí misma. Pasó del frío al calor. De la rabia al deseo. Y del deseo al asco. Todo sin moverse del colchón. Su cabeza parecía una licuadora en la que alguien había metido pensamientos sucios, recuerdos sin permiso y un rostro que no podía quitarse de encima. Davian. Solo pensar su nombre era como prender un fósforo. Apretó los ojos y se despeinó con furia, pasando las manos por su cabello con un gesto rabioso, como si quisiera arrancarse las ideas junto con los nudos. Se levantó de golpe y se plantó frente al espejo del cuarto, los ojos encendidos, el rostro pálido por la falta de sueño. —¿Qué carajos te pasa? —se dijo a sí misma en voz baja, y luego, más fuerte—. ¿¡Qué carajos te pasa!? Se revolvió el cabello otra vez. Se rió sola. Una risa hueca, nerviosa, que
El camino de vuelta transcurría envuelto en un silencio espeso, apenas roto por el eco suave de sus pasos sobre el asfalto, mientras el cielo, aún cubierto por un gris constante y nubes indecisas, parecía contener la lluvia solo por mero capricho. Wyn caminaba con las manos enterradas en los bolsillos de su chaqueta, la mirada fija en el suelo y el ceño levemente fruncido. A su lado, Davian avanzaba con una serenidad irritante, como si su irrupción en la cafetería —tan abrupta como innecesaria, cargada de una tensión que nadie pidió— no hubiese tenido lugar apenas unos minutos atrás. —¿No vas a decir nada? —preguntó, rompiendo el silencio mientras la observaba desde atrás. Wyn frunció el ceño y aceleró el paso, claramente intentando evadir la conversación. —¿Qué se supone que debería decir? —murmuró, un poco más brusca de lo que había querido. —Mmm, no sé. Algo. Lo que sea que estés pensando —respondió él, como si estuviera esperando algo de ella, atento a cada pequeño cambio e
Habían pasado solo unos días desde que le permitieron volver, pero la sensación de libertad todavía no le calzaba del todo. Wyn estaba sentada en el sillón, con una manta sobre las piernas y una libreta abierta apoyada en las rodillas. La casa estaba en silencio. No había música, ni televisión de fondo, ni el eco de otra voz que no fuera la suya. Solo el sonido suave del lápiz moviéndose sobre el papel y, de vez en cuando, el crujido de la madera vieja al moverse con el viento. Afuera, el cielo se mantenía gris, como si no supiera si era hora de despertar o de dormir. La luz que entraba por la ventana era apenas suficiente para escribir sin encender lámparas, y Wyn ni siquiera había pensado en mirar el reloj. Escribir se le había hecho una especie de costumbre, aunque no era como antes. No lo hacía por gusto ni como parte de su rutina. Solo como una forma de llenar el tiempo. En algún momento dejó de escribir y se quedó mirando el techo, sin pensar en nada concreto. El silenc
Dos días después, Davian habló con los suyos. Wyn no supo con quién exactamente, pero se notaba que él había movido algunas piezas para dejarla volver a casa. Según él, ya no era una amenaza real. No tenía sentido seguir teniéndola encerrada. Decía que todo estaba bajo control gracias al rastreador que le había hecho tragar hacía días. Y aunque intentaba no pensar en eso, el recuerdo volvía solo, breve pero nítido. Dejándole una sensación tibia en los labios que intentaba ignorar. Davian le había dado un teléfono nuevo. Uno que ella no pidió, ni necesitaba, pero que igual apareció en su mano. Ya venía con aplicaciones instaladas, y sin opción para borrarlas. Era evidente que tenía control de todo, que la vigilancia era parte del trato... pero él ni se molestó en ocultarlo. —No te estoy dejando ir porque confíe en ti —le dijo antes de que se fuera—. Solo necesito asegurarme de que no vas a hacer alguna tontería... como hablar con la policía o con alguien que no deberías. Así, sin r
...mientras el olor a sangre fresca se mezclaba con el polvo del edificio en ruinas. Cada disparo, cada golpe seco y cada grito ahogado se sentían como una marca ardiente en su piel. Wyn se aferró instintivamente a la tela de la chaqueta de Davian, sintiendo su pecho subir y bajar con cada respiración controlada. No podía ver nada, pero su cuerpo temblaba con cada impacto brutal a su alrededor. —No mires —murmuró él contra su cabello, su tono bajo y afilado. Como si tuviera opción. Pero no mirar no significaba no escuchar. El sonido de un cuchillo hundiéndose en carne blanda. El crujido de huesos rompiéndose bajo una fuerza despiadada. La carcajada baja y ronca de Luke, que sonaba más como un depredador disfrutando su caza que como un humano normal. —Esto es un desastre —comentó Lilith con su calma habitual, aunque su tono tenía un matiz de fastidio. Davian se movió, y Wyn sintió el frío repentino en su piel cuando su mano dejó de cubrirle los ojos. Su mirada se encontró con la
Último capítulo