La calma que había reinado en la mansión Maswell durante los últimos días se rompió abruptamente con el sonido estridente de las alarmas. Artemisa, acurrucada en el estudio, sintió un escalofrío recorrer su espalda. El peligro, que siempre había acechado en las sombras, finalmente había llegado a su puerta.
Ares y Jackson, alertados por las alarmas, irrumpieron en la habitación, con los rostros tensos y las miradas llenas de preocupación.
—¡Cazadores! —gritó Jackson, con la voz cargada de furia—. Están atacando la mansión.
Artemisa sintió que el pánico la invadía. Cazadores de demonios. La peor pesadilla de Ares y Jackson, la amenaza constante que pendía sobre sus cabezas. Y ahora, ellos estaban aquí, dispuestos a destruirlo todo.
—Tenemos que sacarte de aquí —dijo Ares, tomándola en brazos con cuidado—. No estás segura aquí.
—¿Adónde vamos a ir? —preguntó Artemisa, con la voz temblorosa.
—A un lugar seguro —respondió Jackson, con la mirada fija en la puerta—. Un lugar donde no puedan