Las manos de Ragnar se apretaron con tanta fuerza que el cuero de sus guantes crujió, las costuras se tensaron contra la fuerza de su agarre. La furia corría por sus venas como hierro fundido, más caliente, más dura, más consumidora que cualquier furia del campo de batalla.
Acechaba por su cámara con pasos inquietos, cada bota resonando contra la piedra como si las paredes mismas retrocedieran ante su ira.
Su voz todavía lo perseguía.
"Atlas."
Ese nombre maldito había salido de los labios de Atenea en su momento de mayor debilidad, suave como una oración, pero lo suficientemente agudo como para destriparlo. Lo había susurrado cuando era vulnerable, flotando entre la consciencia y algo de otro mundo. No su nombre. No el de su compañero. El de Atlas.
Las sílabas supuraban como veneno en la sangre de Ragnar. Su pecho ardía con unos celos que no podía saciar ni racionalizar, pero debajo de ellos, debajo de la furia rugiente, se agitaba un temor más oscuro. Porque cuando su voz se quebró,