Uno por uno. Gritos, jadeos y oraciones susurradas caían de sus labios como lluvia de primavera. Manos curtidas se extendían, temblorosas, incrédulas. Se aferraban a ella como almas que se ahogaban, presionando sus frentes contra sus hombros, sus manos, la tela de su capa. Algunos rieron. Algunos lloraron tan fuerte que no podían hablar.
—Atenea, por los dioses... Atenea-
—Nos dijeron que moriste, que te quemaste-
—Dijeron que tu cuerpo se desvaneció en las llamas.
—Encendíamos velas todas las noches-
Ella los abrazó. Se dejó abrazar. Atenea, la llama, la lobo, la tormenta, dejó que esas cosas se desvanecieran. Aquí, ella era solo una chica que había vuelto a casa.
Su calor la apartó del borde de todo. Podía sentir el dolor desenrollándose de sus cuerpos como un hilo que se desenreda. Estas no eran personas a las que ella gobernaba; eran parientes. Sus historias habían moldeado sus huesos. Su furia se había forjado en su sufrimiento.
Se sentó entre ellos, no en el trono que le ofrecía