El mundo regresó lentamente.
No con prisa, sino en fragmentos reticentes, la luz sangrando a través de la gasa de la inconsciencia, aliento a aliento. Atenea se movió, sus dedos se curvaron contra sábanas suaves como el pecado, cargadas con el aroma a ceniza y escarcha.
Sus huesos no dolían. Ardían.
No rotos, sino reforjados. Martillados por algo antiguo e implacable. El zumbido seguía ahí. El agotamiento. El dolor. Todo seguía ahí.
La magia, lenta y enroscada, se movía bajo su piel como una serpiente demasiado llena de fuego. El eco del pozo aún arañaba los bordes de sus sentidos, hambriento, a medio formar. Se sentía... diferente. Afilada. Templada. Una espada que finalmente había besado la forja.
Pero algo más también había cambiado.
Un espacio vacío. Un profundo dolor en su centro, como si una parte de ella hubiera sido tallada y ofrecida como pago.
El pozo se había llevado algo
El pozo se había llevado algo.
No sabía qué. Y era aterrador.
Abrió los ojos de golpe.
Hizo una mueca a