El viento frío mordió más fuerte que antes, como si la montaña se hubiera vuelto contra ella.
Atenea irrumpió en la oscuridad como una espada recién desenvainada, afilada con furia y temblorosa contención. Una vez silencioso y sagrado, el aire ahora aullaba a su alrededor con un aliento entrecortado. Atravesó su capa, su piel, más allá de sus costillas. Se hundió en sus huesos.
El santuario permanecía inmóvil y antiguo, bañado por la luz de la luna y la niebla, pero dentro de ella, todo gritaba.
Apenas llegó a su cabaña cuando un gruñido le arrancó la garganta.
No fue delicado.
No fue débil.
Fue gutural. Violento.
Nacido de la traición.
Ateneas cerró de golpe la puerta de madera con una fuerza que hizo vibrar el marco, luego se desplomó contra ella, con los puños apretados con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas. Su respiración tartamudeaba en sus pulmones, rota e irregular.
Pero todo lo que podía sentir era a él.
Sus manos. Su boca. Su voz.
La forma en que la mirab