El círculo de entrenamiento apenas se había despejado cuando Ragnar se movió.
No caminaba, cazaba.
Cada paso era una promesa tácita, silenciosa y aguda, el tipo de silencio que precede a una matanza. Sus ojos, esos ojos grises fundidos, nunca se apartaron de Atenea.
Ella todavía se limpiaba la sangre del labio, con la trenza medio deshecha, mechones de cabello pegados al sudor a lo largo de su mandíbula. Su pecho subía y bajaba de forma desigual, pero no parecía débil.
Parecía salvaje.
Indómita. Desafiante. Quemada por el agotamiento, pero aún en pie.
Se giró hacia él, con el instinto ya preparado para luchar, pero no lo suficientemente rápido.
Su mano la sujetó por la muñeca.
Firme.
Inquebrantable.
—Ven conmigo. -Su voz era baja, áspera como la grava arrastrada por el fuego.
Atenea no se inmutó. No se apartó bruscamente. Pero sintió el ardor de su agarre, no en su piel, sino en su alma. Como si estuviera tocando algo más que carne. El vínculo de pareja y su chispa estaban haciendo s