El claro aún ardía, como si el bosque mismo no hubiera decidido si volver a respirar. Había muerte hasta donde alcanzaba la vista. Y ella fue quien le arrebató la vida a este bosque.
La ceniza se aferraba al aire en pálidos remolinos fantasmales, elevándose de la tierra carbonizada a su alrededor como espíritus renuentes. Atenea se incorporó con brazos que temblaban como ramas deformadas por el viento, la corteza de su espalda aún caliente, demasiado caliente por el fuego que había desatado. Su propio fuego. Indomable. Furioso. Vivo.
No se había sentido como lanzar un hechizo. Se había sentido como romperse. Destruir.
Un dolor lamía sus extremidades, profundo y eléctrico, como si un rayo le hubiera quemado los huesos de adentro hacia afuera. Tenía las manos ampolladas. Su pecho se agitaba. Su piel escocía donde las brasas la habían besado, y a lo largo de su mejilla, la sangre se había formado una costra seca y tirante, descascarándose al girar la cabeza.
Y aun así, la marca pulsaba,