Capítulo 39

La ceniza caía como nieve.

Los árboles ahora eran esqueléticos, huesos carbonizados de lo que una vez se alzaron altos. El claro ardía con brasas moribundas, el suelo ampollado y ennegrecido por el fuego que Atenea había desatado. Yacía desplomada, con la piel manchada de sangre y hollín, y el sabor a cobre impregnado en su lengua.

Su marca pulsaba débilmente; ya no era un simple símbolo, sino una grieta abierta, brillando como una fractura en su piel. Una veta de luz recorría su hombro, cruda y antinatural. Sentía como si su alma se hubiera dividido.

Su loba estaba en silencio. Enjaulada.

Atenea no sabía cuánto tiempo, pero sintió como si se hubiera desmayado. Ella intentó recordar lo que había sucedido mientras sus ojos recorrían el bosque destruido y quemado.

Intentó moverse, pero cada rama temblaba.

El bosque zumbaba a su alrededor, no con vida, sino con algo más antiguo. Algo consciente. Observando.

El viento se deslizaba entre las ramas, llevando susurros que no pertenecían a lo
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