El amanecer sangraba lento y plateado a través del dosel, filtrándose en el mundo como la exhalación de un dios antiguo.
La niebla se enroscaba entre los árboles nudosos, espesa y espectral, como el aliento de gigantes dormidos soñando en la tierra.
Cada paso que Atenea daba se sentía más pesado, no por la fatiga, sino por una gravedad más antigua que el tiempo. El suelo estaba cargado de recuerdos. Las raíces bajo sus botas latían débilmente, como si estuvieran vivas, conscientes de su presencia, rozando su mente como ecos distantes que intentaban recordarla.
No se oían saludos de pájaros, ni susurros de criaturas en la maleza. El aire susurraba en cambio, suaves sílabas en un idioma que no reconocía, pero que hacía que su sangre se agitara como debía. No era un sonido, sino un recuerdo. No eran palabras, sino el recuerdo de algo que era suyo.
La bruja caminaba delante en silencio. Su capa plateada flotaba justo por encima del suelo cubierto de musgo, dejando una estela de niebla com