Lo primero que Ragnar notó fue su quietud.
Atenea yacía acunada en sus brazos, inmóvil, con la respiración demasiado superficial, la piel casi incolora bajo la tenue y fracturada luz que se derramaba desde la ventana alta. El talismán aferrado a su brazo, su protección, su precaución, latía con un ritmo sordo y siniestro, las runas plateadas arrastrándose bajo su piel como hilos fundidos buscando algo que consumir.
No solo la estaba reteniendo. Estaba luchando contra ella.
Su mano se levantó casi por instinto, sus nudillos rozando su mejilla.
Frío. Demasiado frío.
Sus pestañas revolotearon, lentas y pesadas, antes de separarse, y en el momento en que sus ojos se encontraron, el mundo cambió.
Estos no eran los ojos de Atenea.
No eran las profundidades verde tormenta que habían aprendido a enfrentarse a las suyas con desafío o fuego silencioso. No, estos eran penetrantes, cristalinos, de un azul glacial, tan vívidos que parecían beber el aire de sus pulmones. Los ojos que acababa de ver