Atenea se despertó con el ritmo lento y constante de un latido bajo su oído, profundo e inquebrantable, un sonido que parecía grabado en los huesos del mundo.
El calor que la envolvía era más que la pesada capa de piel de lobo que cubría sus hombros. Era él. Ragnar. Sus brazos todavía la rodeaban, uno cerrado protectoramente en su cintura, el otro descansando libremente a su costado en un abrazo que se sentía menos como un abrazo y más como un voto.
Durante un largo momento, no se movió. Solo escuchó, el silencioso subir y bajar de su pecho, el leve susurro de su respiración a través de su nariz, su aroma, hierro, pino, humo, enroscándose en sus sentidos hasta que se sintió impreso bajo su piel.
Entonces llegó el dolor
Afilado. Incorrecto. Una oleada de calor y dolor irradiaba del talismán atado a su brazo. Los grabados de plata ardían como si hubieran sido calentados en la noche, quemando su carne con sus intrincadas líneas. Sus músculos se pusieron rígidos, conteniendo la respiració