El gran salón estaba cubierto de telas blancas y doradas que colgaban en arcos desde las columnas de mármol, reflejando la luz de los candelabros que goteaban cera sobre pedestales. Mesas largas cargaban bandejas de faisán asado, frutas exóticas y copas de vino espumoso que los sirvientes llenaban sin cesar. Flores de jazmín y lirios perfumaban el aire, mezclándose con el incienso que ardía en braseros de bronce. Los músicos tocaban violines y arpas, una melodía animada que invitaba al baile, mientras reyes, nobles y un emisario de Zafir con túnica negra ocupaban los asientos, sus rostros una mezcla de celebración fingida y cálculo frío.
Alexandra y Carlos, recién declarados marido y mujer, entraron al salón tomados de la mano, sus rostros radiantes. Ella llevaba su vestido blanco con bordes dorados, la falda ondeando como un río, y él lucía su traje ceremonial dorado, el cabello ligeramente despeinado por la emoción. Los invitados se levantaron, aplaudiendo, pero entre los vítores ha