96. No lo permitas.
El aire de la sala se espesa como si cada respiración arrastrara brasas invisibles; el eco palpita en los muros, repitiendo nuestras tensiones con un murmullo vibrante que eriza la piel. Camino despacio, mis pasos desnudos sobre la piedra no buscan hacer ruido, sino marcar presencia, y siento las miradas clavarse en mí: la de Meira, siempre intensa, siempre cargada de un deseo que confunde con rabia; la del Forastero, que se inclina contra una columna con la indolencia calculada de quien ya sabe el efecto de su mera postura, con esa sonrisa que no revela nada y lo promete todo.
—No confío en ninguno de ustedes —mi voz se desliza como un velo húmedo, no un grito, no una acusación, sino una caricia envenenada que se adentra en ellos—, pero sé que ambos me desean, y eso es un arma más peligrosa que cualquier daga.
Meira avanza un paso, sus ojos ardiendo como si quisiera desgarrarme y devorarme al mismo tiempo. Sus labios tiemblan con palabras que se contienen, y en su furia reconozco la