85. Voces que no ardieron.
Mientras el santuario se hunde en ese silencio espeso, su presencia se expande como un campo invisible que lo llena todo, impregnando el aire de una energía que anuncia que lo próximo será más oscuro, más ardiente, más impredecible que nada de lo vivido.
Y en ese instante lo comprendo: la forma que toma el amor no siempre es la que esperamos, ni siquiera la que deseamos. A veces se manifiesta como un espejo que nos devuelve lo que somos, desnudo y cruel, pero también inevitable.
Estoy lista, aunque el fuego ya no queme en la superficie, aunque mi pecho esté cubierto de cenizas y cicatrices. Estoy lista porque en lo más profundo de esas cenizas arde una llama que no se extingue y que, de una manera u otra, me llevará hacia adelante.
El amor se transforma, pienso, y en esa transformación me transformo yo también.
Despierto esa mañana con el peso de mil incendios apagados resonando aún en mi piel, aunque el fuego visible ya no danza a mi alrededor. El santuario, o lo que queda de él, es