67. La reina y el lobo.
La noche cae sobre el santuario como un manto de sombra que parece absorber cada destello de luz, una oscuridad tan densa que incluso la respiración se siente pesada, cargada de un peso que no es solo físico sino moral, emocional, espiritual. El aire es casi sólido, impregnado de incienso, de resina quemada, de la humedad que se filtra por las piedras antiguas, y en cada suspiro siento cómo vibra la promesa de algo que está por suceder, irreversible, un punto de quiebre que no admite retroceso ni arrepentimiento. No hay lugar para la inocencia ni para la duda entre nosotros; ya no somos las sombras de los seres que alguna vez fuimos, sino figuras cinceladas por el filo de la traición, del deseo y de la furia, cuerpos y almas marcados, unidos por un fuego que ni el tiempo ni la distancia han podido apagar.
Averis aparece en la penumbra como un espectro vivo, un depredador que camina con la calma de quien conoce cada movimiento de su presa, pero también con la tensión contenida de quien