62. Meira, la falla.

El silencio que siguió a su confesión cae sobre nosotras con un peso que casi duele más que el aire cargado de velas y resina que nos envuelve en aquel aposento cerrado, un silencio que no es vacío, sino pleno de palabras no dichas, de promesas rotas, de deseos que cortan como cuchillas afiladas y ocultas en cada respiración. Meira habla con la voz baja, casi quebrada, sus ojos clavados en el suelo como si quisiera arrancar de la piedra que pisa el valor necesario para enfrentar lo que teme; y cuando por fin levanta la mirada y pronuncia esas palabras que rompen la barrera invisible entre nosotras, siento que todo mi cuerpo se contrae, como si la gravedad hubiera decidido aplastarme contra el suelo.

—Averis me ofreció algo que tú no puedes darme, Névara —dice, y la frase se clava en mi estómago, en el centro de mi pecho, como una sentencia que no esperaba escuchar jamás, y que sin embargo siempre había temido.

El estremecimiento que recorre mi espalda es profundo, una corriente helada
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